La Revolución Industrial (en adelante RI) que empezó en Inglaterra en el siglo XVIII y se extendió por todo el continente europeo transformó, durante un período relativamente corto -dos generaciones- la vida del hombre occidental, la naturaleza de su sociedad y su relación con otros pueblos del mundo. Estos cambios tan trascendentales tuvieron sin embargo un modesto comienzo. Se manifestaron en un país (Inglaterra), en una región, en una rama de la industria (la textil) y desde allí se propagaron por todo el planeta. ¿Fue una revolución tecnológica o fue mucho más que eso? El historiador Eric Hobsbawm (1975) sostiene que el tramado de transformaciones sociales, económicas, productivas, técnicas y culturales que llamamos RI sólo puede explicarse desde una multiplicidad de factores.

 

La RI fue el resultado de la combinación de distintas transformaciones. Por un lado, desde el siglo XVI se fue produciendo una "profunda mutación en las condiciones de producción agrícola" que permitió alimentar a una población creciente y expulsó hacia los centros urbanos a una masa de campesinos que, con el tiempo, se convirtieron en obreros industriales. Por otra parte, el "control de los mercados coloniales" que logró Inglaterra durante el siglo XVIII, desplazando a holandeses, franceses, portugueses y españoles, tuvo consecuencias revolucionarias. Si bien cada uno de esos mercados era reducido, al pasar a ser controlados por un solo país, Inglaterra, y comerciar un único producto, el textil de algodón, ello produjo la chispa que desencadenaría la R.I.

 

El abastecimiento de estos mercados exigía, además de la disponibilidad de capitales, un aumento de la producción y de la productividad del trabajo. Ello alentó la innovación tecnológica y cambios en la organización de la producción. Las innovaciones tecnológicas que se produjeron en Inglaterra durante el siglo XVIII fueron relativamente sencillas. Resultaron más de la adecuación de ciertas técnicas existentes que de la generación de nuevos inventos (véase recuadro siguiente). Se trató sobre todo de cambios en las formas de tejer e hilar, que fueron potenciados a partir del momento en que las máquinas tejedoras e hiladoras comenzaron a ser movidas por una nueva fuente de energía, basada en el carbón y generada por la máquina de vapor.

 

Estas nuevas técnicas se combinaron con la disponibilidad de capitales y con la abundancia de mano de obra en una nueva manera de organizar la producción: la fábrica. Esta nueva forma organizativa de la producción implicó concentrar la mano de obra en un mismo lugar, especializar a cada obrero en una sola operación del proceso general de trabajo (división del trabajo, especialización) y disciplinarlo para cumplir con las nuevas tareas en las máquinas, sin moverse de su puesto de trabajo, cumpliendo horarios y reglamentos muy rígidos. Esta forma de producir permitiría incrementos sustanciales en la productividad y la producción.

 

 

A pesar de sus modestos comienzos, la R.I provocó un profundo cambio en la sociedad occidental y se proyectó hacia el escenario mundial a través de la incorporación lenta, gradual pero persistente del resto del mundo a esta lógica tecnológica y productiva. Con la R.I. y el nacimiento de la gran industria, se abrió una etapa de la historia de las sociedades aún inacabada, donde los cambios sociales, económicos, científicos y técnicos se integran, condicionan y determinan en un imbricado y complejo proceso.